Archivos nacionales
Washington, D.C.
11:56 a. m., hora del este
EL PRESIDENTE: Buenos días a todos. Gracias al Secretario Adjunto Mayorkas, al Juez Roberts y al Director Rodriguez. Gracias a nuestro archivista, David Ferriero, y a todos en los Archivos Nacionales por recibirnos hoy en este lugar tan espectacular.
Y a mis conciudadanos, nuestros ciudadanos más recientes. Estoy emocionado. (Risas). Ustedes son hombres y mujeres de más de 25 países, desde Brasil a Uganda, desde Irak a las Filipinas. Oriundos de grandes ciudades o de pequeños poblados. No se parecen los unos a los otros. No comparten la misma religión. Pero aquí, rodeados de los mismos documentos que contienen los valores que nos unen como un mismo pueblo, han levantado la mano y hecho un juramento sagrado. Me siento orgulloso de ser uno de los primeros en darles la bienvenida como “mis conciudadanos”.
Qué viaje tan asombroso han realizado todos ustedes. Y a partir de hoy, su historia se verá entrelazada para siempre en la historia de la nación. Quiero compartir esa historia con ustedes durante este breve encuentro. Porque aunque ya han hecho un gran esfuerzo para hacerse ciudadanos, ahora les queda hacer el trabajo difícil pero gratificante de ser ciudadanos activos. Tienen derechos y tienen responsabilidades. Y ahora tienen que ayudarnos a escribir el próximo gran capítulo en la historia de Estados Unidos.
Prácticamente todas las naciones del mundo, en un sentido u otro, admiten a inmigrantes. Pero Estados Unidos tiene algo de especial. No solo aceptamos a inmigrantes nuevos, no solo aceptamos a personas que llegan nuevas; estamos hechos de inmigrantes. Eso es lo que somos. La inmigración es la historia de nuestros orígenes. Y desde hace más de dos siglos, ha permanecido en el centro de nuestro carácter nacional. Es nuestra tradición más antigua. Es lo que somos. Es lo que hace que seamos excepcionales.
Después de todo, a no ser que su familia sea nativo americana, unos de los primeros estadounidenses, nuestras familias, todas nuestras familias, vienen de otro lugar. Los primeros refugiados fueron los propios peregrinos que huían de la persecución religiosa y cruzaron el Atlántico turbulento para llegar a un mundo nuevo donde pudieran vivir y rezar en libertad. Ocho de los que firmaron la Declaración de la Independencia eran inmigrantes. Y en esas primeras décadas después de la independencia, llegaron inmigrantes ingleses, alemanes y escoceses apretados en barcos decrépitos, en busca de lo que Thomas Paine llamaba “asilo para los amantes perseguidos de la libertad civil y religiosa…”
A lo largo de las décadas, católicos que huían del hambre, italianos que huían de la pobreza llenaron nuestras ciudades, se arremangaron y se dedicaron a construir Estados Unidos. Trabajadores chinos abarrotados bajo cubierta en grandes embarcaciones, cruzaron el país hasta California para construir el Ferrocarril Pacífico Central que transformaría el Oeste, y nuestra nación. Oleada tras oleada de hombres, mujeres y niños; desde Oriente Medio y el Mediterráneo, hasta Asia y África, llegaron a Ellis Island, o Angel Island, con baúles a rebosar de sus objetos más preciados, tal vez una fotografía de la familia que dejaban atrás, una Biblia familiar, un Torá o un Corán. Con una bolsa en una mano, tal vez un niño en la otra, esperando durante horas en largas filas. Nueva York al igual que otras ciudades de Estados Unidos se vieron transformadas en un tipo de espectáculo mundial de moda. Se veían gorras de encaje holandesas y fezes del norte de África, trajes de tweed aburridos y vestidos caribeños coloridos.
Y tal vez, al igual que algunos de ustedes, estos nuevos pasajeros pasaran por momentos de duda, preguntándose si habían cometido un error al dejar todo y a todos sus conocidos atrás. La vida en Estados Unidos no siempre fue fácil. No siempre fue fácil para los inmigrantes nuevos. Y sin duda no fue fácil para las personas de origen africano que no vinieron por voluntad propia y aún así de cierto modo, eran también inmigrantes. Había discriminación y dificultades y pobreza. Pero, como ustedes, sin duda encontraron la inspiración en todas aquellas personas que llegaron antes que ellos. Y fueron capaces de mantener la fe en que aquí en Estados Unidos encontrarían una vida mejor y darían a sus hijos algo más.
Al igual que tantos que han venido en busca de un sueño, otros buscaron cobijo de sus pesadillas. Supervivientes del Holocausto. Refuseniks soviéticos. Refugiados de Vietnam, Laos y Camboya. Iraquíes y afganos huyendo de guerras. Mexicanos, cubanos, iraníes dejando atrás revoluciones sangrientas. Adolescentes de Centroamérica escapando de violencia de bandas. Los Niños Perdidos de Sudán huyendo de la guerra civil. Son personas como Fulbert Florent Akoula de la República del Congo, que recibió asilo cuando su familia recibió amenazas de violencia política. Y hoy, Fulbert está aquí, estadounidense orgulloso.
No hay forma de decirlo más alto ni más claro: los inmigrantes y los refugiados traen vitalidad y energía nueva a Estados Unidos. Es más probable que los inmigrantes como ustedes abran su propio negocio. Muchas de las compañías de Fortune 500 en este país fueron fundadas por inmigrantes o sus hijos. Muchas de las compañías de tecnología que empezaron en Silicon Valley tienen al menos un fundador que es inmigrante.
Los inmigrantes son los maestros que inspiran a nuestros hijos, y son los médicos que nos mantienen sanos. Son los ingenieros que diseñan nuestros rascacielos y los artistas que con sus actuaciones nos llegan al corazón. Los inmigrantes son los soldados, marineros, pilotos, marines y guardacostas que nos protegen, a menudo arriesgando sus propias vidas para un país que no es ni siquiera aún suyo, Estados Unidos. Como iraquí, Muhanned Ibrahim Al Naib recibió amenazas de muerte por colaborar con las fuerzas armadas estadounidenses. Apoyó a sus camaradas estadounidenses y vino a Estados Unidos como un refugiado. Y hoy, nosotros le apoyamos a él. Y nos enorgullece dar la bienvenida a Muhanned como ciudadano del país que ya había ayudado a defender.
Celebramos esta historia, esta herencia, como una nación de inmigrantes. Y tenemos la fuerza suficiente para reconocer, por mucho que nos duela, que no siempre hemos estado a la altura de nuestros propios ideales. No siempre hemos estado a la altura de estos documentos.
Desde el principio, los africanos fueron traídos aquí en contra de su voluntad, y una vez aquí se les obligó a trabajar so pena de recibir latigazos. También ellos construyeron Estados Unidos. Hace un siglo, en la ciudad de Nueva York se veían carteles en los establecimientos que ponían “No se aceptan trabajadores irlandeses”. Se atacaba a los católicos, se cuestionaba su lealtad. Tanto que sin remontarnos más allá de los años 50 y 60, cuando JFK quiso ser presidente, tuvo que convencer a la gente de que su lealtad no era ante todo hacia el Papa.
Los inmigrantes chinos se vieron perseguidos y estereotipados cruelmente, y durante un tiempo incluso se les prohibió la entrada a Estados Unidos. Durante la Segunda Guerra Mundial, residentes alemanes e italianos fueron detenidos, y en uno de los capítulos más oscuros de nuestra historia, inmigrantes japoneses e incluso ciudadanos japoneses-americanos fueron forzados a abandonar sus casas y metidos en campos de prisioneros. Cedimos ante el miedo. Traicionamos no solo a nuestros conciudadanos, sino también nuestros valores más preciados. Vulneramos estos documentos. Ha sucedido antes.
Y lo más irónico por supuesto fue, o es, que aquellos que vulneraron estos valores eran justamente hijos de inmigrantes. Qué rápido se nos olvida. Pasa una generación, pasan dos generaciones, y de repente se nos olvida de dónde venimos. Y de algún modo creemos que existe un “nosotros” y un “ellos” y se nos olvida que antes éramos “ellos”.
En días como hoy tenemos que tomar la decisión de no repetir jamás esos errores. (Aplausos). Tenemos que tomar la decisión de denunciar el odio y el fanatismo en todas sus expresiones; cuando ataca al hijo de un jornalero inmigrante o cuando amenaza a un tendero musulmán. Nosotros somos estadounidenses. Defendernos los unos a los otros es lo que nos inspiran los valores que manifiestan los documentos que vemos en esta habitación, sobre todo cuando es difícil. Sobre todo cuando no es conveniente. Eso es cuando cuenta. Eso es cuando importa, no cuando las cosas son fáciles, sino cuando las cosas son difíciles.
La verdad es que ser estadounidense es difícil. Ser parte de un gobierno democrático es difícil. Ser ciudadano es difícil. Es un reto. Y así tiene que ser. No descansamos de nuestros ideales. Todos tenemos la obligación de estar a la altura de nuestras expectativas para nosotros mismos, no solo cuando resulta conveniente, sino cuando resulta inconveniente. Cuando es duro. Cuando tenemos miedo. La tensión que ha existido a lo largo de nuestra historia entre abrirle las puertas a un extraño o cerrárselas es más que solo sobre inmigración. Es sobre el significado de Estados Unidos, del tipo de país que queremos ser. Es sobre la capacidad que tiene cada generación de honrar el credo tan antiguo como nuestra creación: “E Pluribus Unum”: de muchos, uno.
La Biblia dice: “porque somos extraños ante ti, y residentes temporales, al igual que lo fueron nuestros padres”. “Somos extraños ante ti”. En el inmigrante mexicano de hoy vemos al inmigrante católico de hace un siglo. En el sirio que busca refugio hoy deberíamos ver al refugiado judío de la Segunda Guerra Mundial. En estos estadounidenses nuevos, vemos nuestras propias historias de Estados Unidos; a nuestros padres, abuelos, tías, tíos, primos que empaquetaron lo que pudieron y recogieron lo que encontraron. Y sus papeles no siempre estaban en regla. Y salieron rumbo hacia un lugar que era más que un pedazo de tierra; era una idea.
Estados Unidos: un lugar donde podemos ser parte de algo mayor. Un lugar donde podemos aportar nuestros talentos y alcanzar nuestras ambiciones y asegurar nuevas oportunidades para nosotros y para otros. Un lugar donde podemos preservar el orgullo que sentimos por nuestra cultura, donde podemos reconocer que tenemos un credo común, lealtad hacia estos documentos, lealtad hacia nuestra democracia; donde podemos criticar a nuestro gobierno, pero entender que lo queremos; donde aceptamos vivir juntos incluso cuando no estamos de acuerdo; donde trabajamos con el proceso democrático, y no mediante violencia ni sectarismo para resolver disputas; donde vivimos lado a lado como vecinos; y donde nuestros hijos saben que son parte de esta nación, y no extraños, que son la base de esta nación, la esencia de esta nación.
Y por eso hoy no es el último paso en su camino. Hace más de 60 años, en una ceremonia como esta, el Senador John F. Kennedy dijo: “Ninguna clase de gobierno pide más de sus ciudadanos que la democracia de Estados Unidos”. Nuestro sistema de autogobierno depende de los ciudadanos de a pie para hacer el trabajo duro y frustrante pero siempre esencial de la ciudadanía: el trabajo de estar informados. De entender que el gobierno no es una cosa distante, sino que es cada uno de ustedes. De levantar la voz cuando algo no les parece bien. De ayudar a sus conciudadanos cuando necesitan una mano. De unirse para moldear el camino de nuestro país.
Y ese trabajo motiva a cada generación. Me pertenece a mí. Le pertenece al juez. Les pertenece a ustedes. Nos pertenece a todos, como ciudadanos. A la hora de cumplir con nuestras leyes, por supuesto, pero también a la hora de participar con sus comunidades y levantar la voz sobre los temas que son importantes para ustedes. Y a la hora de votar; no solo para poner en práctica los derechos que ahora son suyos, sino también para defender los derechos de los demás.
Birtukan Gudeya ha venido de Etiopía. Dijo: “La alegría de ser estadounidense es la alegría de la libertad y la oportunidad. Se nos ha encomendado una labor a medio hacer, una que puede transformarse para el bien de todos los estadounidenses”. Ni yo mismo podría haberlo dicho mejor.
Eso es lo que hace que Estados Unidos sea un país maravilloso. No solo las palabras de estos documentos fundadores, por muy preciadas y valiosas que sean, sino por el progreso que han inspirado. Si alguna vez se han preguntado si Estados Unidos es lo suficientemente grande como para soportar a multitudes, lo suficientemente fuerte como para resistir las fuerzas del cambio, lo suficientemente valiente como para estar a la altura de nuestros ideales incluso en tiempos difíciles, entonces les pido que pongan la vista sobre los ciudadanos de a pie que han demostrado una y otra vez que somos dignos de ello.
Eso es lo que hemos heredado, lo que han hecho las personas de a pie para construir este país y darle vida a estas palabras. Y nuestra generación tiene que trabajar para seguir su ejemplo en este viaje, para seguir construyendo un país, Estados Unidos, donde no importe quiénes seamos ni el aspecto que tengamos, ni a quién amemos ni en lo que creamos, donde podamos hacer de nuestras vidas lo que queramos.
No olvidarán ni deben olvidar su historia ni su pasado. Eso enriquece la vida de los estadounidenses. Pero ahora ustedes son estadounidenses. Tienen obligaciones como ciudadanos. Y estoy convencido de que cumplirán con ellas. Darán un buen ejemplo en nombre de todos nosotros, porque saben lo valioso que es lo que tienen. No es algo que se deba dar por sentado. Es algo que se debe valorar y por lo que se debe luchar.
Gracias. Que Dios les bendiga. Que Dios bendiga a Estados Unidos de América. (Aplausos).
FIN